Series Medias # 6

Una serie de recomendaciones y disgresiones sobre todo lo que me interesa

Y por supuesto que tenía que acabar llegando este momento: falté a mi cita semanal en tan solo cinco entregas. Muchas me parecen, si os soy sincero. El motivo es contraintuitivo, diría yo: las vacaciones. A mí me sienta bien no el trabajo (a quién le sienta bien, qué disparate), pero sí la rutina, los horarios y el tiempo libre compartimentado en pequeñas bocanadas de alivio, esas pocas horas del día en las que no quieres ni morir, ni matar, ni siquiera morir matando. Cuando ese tiempo libre se expande a todo el día, la molicie me puede, la pereza se dilata como el asfalto y tengo sueño todo el tiempo. Así que, hagámoslo oficial, esta newsletter pasa a ser aperiódica y que sea lo que dios quiera. De momento, esto tenemos hoy.

Krypto, te quiero

Como era de esperar, todo el mundo ha estado hablando durante unas cuantas semanas del nuevo Superman de James Gunn, y creo que es saludable: como símbolo unívoco y sin contaminar por otros subgéneros, como suele suceder con los superhéroes (Batman es un detective pulp, Spider-Man una tragicomedia adolescente), hablar de Superman está haciendo que nos cuestionemos los propios resortes de la narrativa superheroica. Se está hablando de si la película está bien o no (ya me parece un triunfo que la opinión negativa mayoritaria sea “tampoco-es-para-tanto”), por supuesto, pero también se está discutiendo si la amabilidad y la bondad es o no el nuevo punk (no entremos en ese barrizal, mejor, que por algún motivo siempre acabamos hablando de Taburete), y están saliendo a flote símiles tan acertados como este que traía Alberto Corona a su Bluesky cuando decía que muy acertadamente se está señalando que Superman no es un policía: es un bombero.

A diferencia del refrito del refrito en el que se han convertido las dinámicas de los héroes Marvel (aún no he visto Los 4 Fantásticos, pero parece que se confirma el perezón), el borrón y cuenta nueva de Gunn, por lo menos, nos está haciendo discutir acerca de por qué nos gusta o disgusta el icono del superhéroe, y si es apropiado o no en estos tiempos tan cínicos y necesitados de posicionamientos sin ambivalencias (que el superhéroe sea pro-Palestina sin “bueno pero”, me refiero). E independientemente de si Gunn ha enhebrado la aguja con mayor o menor acierto.

Una de las cuestiones que a mí más me ha interesado, y de esto también se está hablando a veces como un problema, a veces como un triunfo narrativo, es cómo Gunn presenta su mundo. Con apenas un par de rótulos iniciales (que delatan la portentosa agilidad que siempre ha tenido el director para zambullirnos en la acción sin esfuerzo), plantea un mundo donde los superhéroes (aquí metahumanos, que es un término que DC ha manoseado tanto que ya ha perdido su sentido original, una especie de equivalente a los X-Men de Marvel) existe, y así se ahorra recontar el origen de Superman, que lleva tres años con la capa y ya le ha contado su secreto a unas cuantas personas.

Es una decisión que, en un momento de auténtico hartazgo del público hacia las historias de superhéroes tiene todo el sentido del mundo: lo último que se quiere es aburrir con preámbulos, y pasar directamente a la acción (especialmente en una historia sobradamente conocida como esta). Las últimas encarnaciones de Spider-Man y Batman así lo han hecho y ha funcionado (artística y pecuniariamente) a las mil maravillas, así que desde el punto de vista financiero, tiene todo el sentido. Particularmente, a mí me gusta porque esta película podría ser el Action Comics 572, un número cualquiera, perdido en la montaña de tebeos que asolaban los kioscos en los ochenta. O el 632. O en los noventa. Pero un tebeo más, una aventura más.

Esto se refleja, por supuesto, en algo que parece haber molestado a algunos espectadores, que es que se otea un mundo más allá de lo que muestra la película, y Gunn no se esfuerza en hacerlo digestivo de más. Existen superhéroes, la gente recibe las amenazas del tamaño de rascacielos en sus ciudades con una curiosa mezcla de pánico y estoicismo que es cien por cien cómic, donde invariablemente, cada mes los ciudadanos de Metrópolis o Nueva York, según, se enfrentaban al fin del mundo literal, cuando no al fin de todas las dimensiones (menos la buena). A mí eso me ha gustado muchísimo: porque abrevia los preámbulos que no necesitamos, se desembaraza de convenciones superheroicas que ya no dan más de sí (ay que mi novia me quiere mucho pero cómo revelarle mi auténtica identidad), y entra en cuestiones que a menudo las películas no tienen tiempo de explorar (los tebeos llevan décadas haciéndolo, pero si tú prefieres ver una película de superhéroes a leerte un cómic de superhéroes, es tu problema).

Por ejemplo, la rutina del superhéroe, el tío cuyo trabajo es salvar al mundo con su uniforme colorista y ponerse bajo el pie de un saurio galáctico gigante para que no pise a un perrete es un martes más. Esta cotidianeidad de lo heroico (de nuevo la imagen idealizada del bombero) es refrescante después de tantas películas en las que el héroe tiene que salvar el mundo, el cosmos, el multiverso. Aquí vamos a impedir que esa niña quede sepultada por un edificio hecho mistos y luego ya vamos viendo. Me gusta esa idea del superhéroe, saber que tiene un trabajo, un día a día, lo hace más cotidiano y cercano, y empatizamos más con su esfuerzo por ayudar a la gente.

Y por supuesto, me recuerda a cuando leer un cómic no era “emprendamos este viaje de seiscientas páginas que cambiará mi vida” sino “he pillado estas veinte páginas a la mitad de algo gordo y no me estoy enterando de casi nada, pero cómo mola”. Es un recuperar el carácter desechable de los héroes que nacieron no como iconos de conceptos grandiosos sino como entretenimiento para las clases populares. Superman reivindica eso no estando al servicio de los gobiernos del mundo, sino salvando (y siendo salvado) por perretes. Otro martes en la vida de Superman.

Diario de un locatis

Es significativo de estos tiempos cómo la muerte de un creador nos lleva a revisar su obra desde nuestra perspectiva: rápidamente corremos a contar en redes sociales cuándo fue la primera vez que yo escuché una canción suya, vi una película suya o me tropecé con un libro suyo, cómo esquivé o caí en brazos de su best seller más conocido o cómo lo conocí en persona en un momento inesperado en los baños públicos medio en ruinas de un parque de atracciones desierto (esto no suele ser habitual). De hecho, aquí estoy haciéndolo yo también, con Ozzy, pero en mi caso tiene justificación: mi conexión casi exclusiva con el metal ha sido vía Ozzy.

El heavy metal es un género indiscutiblemente afín a mis intereses: creado por y para desechos sociales, con estética chirriante y que coquetea a menudo con el terror, ruidoso y acelerado. Sin embargo, de algún modo me resulta tremendamente encorsetado. El gusto de sus músicos por el virtuosismo pajillero, combinado con ese fondo tan humano, que lleva a aquella insufrible cosa de que las mejores baladas son las heavies, me mantuvo siempre a una distancia prudencial de todo lo metálico, aún gustándome mucho el género crossover (esa cosa absurdamente frenética que mezcla hardcore, heavy y thrash, y que practican grupos muy queridos en esta casa, como Cryptic Slaughter, DRI, Nuclear Assault y las zonas más sombrías de las discografías de Exploited, GBH o Cro-Mags, y donde se prescinde de todo virtuosismo o monserga). Sin embargo, yo tuve mi ramalazo heavy clásico en su día, claro que sí.

En EGB, el heavy de clase, un recuerdo que creo atesoramos todos los chavales que crecimos en los ochenta, se llamaba Curro y llamó mi atención por los motivos obvios: dibujaba monstruos, bárbaros y señoras mejor que nadie, y llevaba un corte de pelo, unas camisetas, unos vaqueros y, sobre todo, unas zapatillas de deporte alucinantes y en avanzado estado de descomposición, que estaban completamente fuera de las líneas rojas éticas y estéticas que se marcaban en mi casa. También era el que traía a clase ejemplares de El Cuervo y Hara-Kiri, turnándose con los otros dos piezas del curso: el delincuente juvenil Iván y Cayuela, que me dejaba películas de ninjas (solo de ninjas, no consumía otra cosa). Pero todo eso es otra cuestión.

Lo importante es que en su walkman siempre había espacio para lo inevitable de la época en el género: los Maiden, los Judas, los Manowar y, por supuesto, aquellos que sí se quedaron per secula seculorum en mi selección: Black Sabbath, AC/DC, Motorhead y los Ramones, muy del gusto heavy por alguna razón. En cualquier caso, durante una temporada y aunque empezaba yo por mi parte a comprarme cassettes de los Clash y los Pistols, escuché en profundidad todo aquello, y sí, algo se me quedó. Me gusta, por ejemplo, el sonido áspero, infraproducido, espídico, de la zona menos conocida de la Nueva Ola Del Heavy británico (el Killers de los Maiden me gusta más que cualquier disco posterior de ellos) y, en general, el sonido maquetero del heavy más underground de los ochenta. Y me compré un disco de Ozzy, mi único disco de metal.

Fue un vinilo de ‘Diary of a Madman’, de 1981, que compré de saldo en un Pryca: aquellas etiquetas amarillas con una exclamación que señalaban las… bueno, las Series Medias, los discos que nos podíamos permitir (del mismo modo que esta es la newsletter que todos, vosotros y yo, nos podemos permitir). Buscaba el Bark at the Moon, pero tuve suerte de no conseguirlo, porque los dos mejores discos de Ozzy son los primeros, donde aún estaba vivo el guitarrista prodigio Randy Rhodes. Y sin ser yo un psicópata del mástil ni remotamente, se nota: era uno de estos guitarristas prodigiosos, virtuosos pero que no daban la chapa, un poco el opuesto matemático perfecto de Slash. También en la estética, siempre sonriente, siempre jovial, en la estela del maestro en ese campo, Eddie Van Halen.

En cualquier caso, tuve suerte como digo con este disco: Over the Mountain me sigue pareciendo un cañonazo, y el single de afiladísimos riffs y ritmo pegajoso, casi bluesero, Flying High Again, también me gusta mucho. Y hay más estupendas, mis favoritas siempre fueron las que parecían bandas sonoras para películas de terror: Believer, SATO (¿quizás mi primer contacto con un ambiente a lo banda sonora de giallo?) y, cómo no, Diary of a Madman, mi favorita de siempre, en parte porque durante un tiempo no pude escuchar el final, con unos coros a lo misa negra absolutamente espeluznantes, del miedo que me daba. Más tarde descubriría que es la canción del disco que aún retiene algo de las progresiones armónicas y la búsqueda de ambientes de los Sabbath.

A mi fascinación por esa canción contribuyó, sin duda, la fabulosa portada (y contraportada) del disco, que miraba embobado durante minutos, petrificado por la (genuina) mirada de demente de Ozzy, pero también por el brillo de maldad perversa de su transmutación en la contraportada. Entre las dos contaban una historia no explicitada en ninguna parte: no hacía falta lore para hacer barruntar a los aburridísimos niños de los ochenta -no era cuestión de capacidfad ni imaginación, sino de puro sopor ante tardes eternas y finas de semana de desidia absoluta- y disparar nuestra imaginación en aquellos tiempos previos al todo masticadito. Un niño encerrado en una celda llena de grimorios y maldades que se hace adulto y pierde el juicio, para terminar muriendo y siendo reclamado por una entidad satánica o, peor, él mismo asciende convertido en un, ajem, Señor de las Tinieblas.

Por esa misma época comenzaría a comprar el Reptil y el Ruta 66, de las que hablamos hace un par de newsletters, y el garaje y el punk demolerían en mi gusto todo tipo de afinidad por el virtuosismo. Mi devoción por la guarrería sónica me apartarían definitivamente de cualquier tío que pareciera que dedicaba demasiado tiempo a ensayar delante del espejo (no digamos ya a atusarse la permanente). Actualmente, el metal y yo mantenemos una relación de mutuo respeto: me fascinan, como decía más arriba, los ramalazos underground de cualquier género, y el heavy no va a ser menos. Me gustan las veleidades más punk de grupos thrasheros y siempre voy a estar a favor de gente que se disfraza de efectos especiales de serie B de una película mugrienta, salvo que la música que hacen sea un tostón, como les pasa a Ghost. Pero Venom, Slayer, Mayhem y en general, cualquier demente a favor de la ruidera por encima de las posturitas va a tener mi aplauso. Curiosamente, un poco justo los contrario de lo que era Ozzy. Pero a él se lo perdonamos, porque fue el primero y fue el mejor.

Sus responsables definen Frame Fatale como un podcast de películas no canónicas (aunque últimamente ya ponen la declaración entre interrogantes), y su catálogo es exactamente eso: una ristra de películas fuera de los libros de historia del cine no porque sean especialmente desconocidas (en Frame Fatale prestan atención a éxitos de taquilla tan clamorosos como Calígula, Nueve semanas y media o esta Este chico es un demonio), sino porque un consenso no organizado decidió que no iban a formar parte de la unanimidad silenciosa del cine bueno. Frankenstein creó a la mujer, Gran bola de fuego, Society. Y sí, algunas películas unánimemente reconocidas como obras maestras, de El cochecito a Starship Troopers, pero contempladas bajo un prisma muy poco afín a los criterios académicos clásicos.

La actitud de Frame Fatale me recuerda a una actitud que me enamoró de la crítica cinematográfica cuando empecé a leer Fotogramas hace unos treinta años: el descubrimiento de lo que tenías delante de las narices. No presentarte joyas enterradas, inéditas, que la distribución ha tratado mal (otra labor importantísima de la crítica que descubrí más tarde, fascinado, con otra revista de la misma editorial, la legendaria Fantastic Magazine), sino descubrire que para disfrutar del buen cine no había que ser un experto ni un arqueólogo. Mis primeros iconos de la crítica, gente como Jesús Palacios, Antonio Trashorras, Daniel Monzón, Sergi Sánchez o Jordi Costa, me señalaban a Timecop, Muñeco diabólico 2 o Tortugas Ninja, las películas de éxito por entonces, para decirme que también en Murcia (un sitio donde, creedme, acceder a cine que fuera más allá de los éxitos de taquilla de turno era complicado a finales de los ochenta) estrenaban cine de calidad. Pero era el que a veces los cinéfilos miraban torciendo el morro.

Frame Fatale, en sus ciento y pico programas, ha combinado la reivindicación de joyas comerciales trotonas (cuando se meten en la comedia argentina de éxito masivo acaba uno mesándose las barbas con la mirada fija en el infinito) con, por supuesto, el descubrimiento de rarezas, pero eso también es la crítica madura: colocar al mismo nivel a Fuller y a Doris Wishman, a Tourneur y a Massimo Pupillo. Yo venía hoy a hablar de una de esas joyas ocultas a la vista de todos y que protagoniza el último programa de Frame Fatale que he escuchado, Este chico es un demonio, pero animado por los comentarios me he revisado las dos primeras entregas y me he reencontrado con dos joyas tan interesantes que creo que les voy a dedicar un Rancho Drácula, para dar la chapa una hora entera sobre ellas.

Ergo la labor de la crítica está perfectamente definida con Frame Fatale y ese futuro Rancho Drácula que le seguirá el rastro: desenterrar, redescubrir, comunicar y hacer que otros hagan lo propio, creando así toda una cadena de personas que invierten su tiempo en ver Este chico es un demonio y Este chico es un demonio 2 en vez de hacerlo con series de Netflix. Yo entonces no lo sabía, pero la crítica de Fotogramas celebrando Los Caraconos decía, entre líneas, justo eso.

Spotify: 10 temazos de Love & Rockets que escuchas mientras tomas una decisión clave y anochece en la ciudad

Os contaba la semana pasada que en el episodio 3 de The Bear sonaba prácticamente entera Haunted when minutes drag de Love & Rockets. Sucedía en un momento clave de revelación para el protagonistaa (o no: esta serie está llena de momentos en los que ves a los protagonistas con cara tanto de “Tengo que pensar bien en esto, mi vida entera depende de este punto” como de “Mañana si me levanto diez minutos antes me da tiempo de llevar el paquete de Wallapop a Correos antes de entrar a currar”) mientras deambulaba por una Chicago en la que anochecía. En cualquier caso, me pareció bien chulo todo.

Y me recordó a otro momento en el que el temazo sonaba en una película reciente: The Guest. Encajaba perfectamente en un momento en el que el personaje de Maika Monroe se metía en la cama a fantasear, posiblemente con connotaciones eróticas (si no, no te pones a Love & Rockets) tras la llegada a casa del misterioso invitado encarnado por Dan Stevens. La peli es alucinante y ese momento es alucinante, precisamente porque una adolescente de los ochenta como la que interpreta Monroe, que aparenta ser frivolona y un poco cabeza hueca, no escucharía algo tan guay como Love & Rockets, sino algún mojón de éxito en 1985, como yo qué sé, Never Surrender de Corey Hart o algo por el estilo. Justo eso comentamos Antonio Trashorras y yo cuando salimos de ver la película (entusiasmados) ese año en Sitges: el temarral encaja tan bien en el momento de ensoñación de la protagonista porque es demasiado bueno para ser verdad. Pero eso es lo que son las películas, y lo celebramos, porque para que las películas nos den adolescentes escuchando música horrenda ya tenemos Euphoria.

En cualquier caso, qué bien suenan Love & Rockets embutidos en una banda sonora, en la que sea. Los recuerdo sonando en unas cuantas series recientes (y excelentes, qué casualidad), siempre en momentos que venían al pelo: All in My Mind en Archivo 81, No Big Deal en Nuevo Sabor a Cereza y So Alive en la primera temporada de Yellowjackets. Magia siempre, así que he preparado esta lista de canciones que te ha grabado alguien especial en una cassette donde también hay canciones de Gary Numan, The Fall y Wall of Voodoo (ya, los años no cuadran, yo qué sé, ni fantasear me dejáis ya). Para que la escuches en tu walkman estrenando tus flamantes auriculares de diadema mientras reflexionas sobre una decisión muy significativa en tu vida. Y deambulas sin rumbo, en ese instante de luz mágica y ocre del anochecer por las calles otoñales (ahora hace mucho calor) de tu ciudad favorita (porque seguro que odias en la que vives). Que aproveche.

Una veraniega novela de vampiros

No me voy a poner pesado. No más pesado de lo que es recordarlo cada semana. Comprad mi libro, Luz Negra en cualquier librería, una historia de terror, cinemanía, esoterismo, victorianismo y sótanos que he disfrutado mucho escribiendo y que (cre) se disfruta mucho leyendo. La pilláis y me lo contáis, que es lo mejor de escribirlo: que te cuenten luego las impresiones.

Cinco ‘Rancho Drácula’

Algunas cosas que he escrito en Xataka y que no han estado nada mal

Nos leemos en la próxima o bien en Bluesky, Instagram o TikTok.